martes, 28 de noviembre de 2017

Reportaje. Trastorno mental


Remueve el café (descafeinado) sin golpear con un dedo el platito en series de tres ni hacer singulares cabriolas con la cucharilla. No tiene pinta de estar desquiciado, tampoco se adapta al modelo de maniático que aparece en el cine o la televisión. Solo es un chico de veintiún años que disuelve el azúcar en su café sin cafeína y tiene un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Insiste en que no se publique su nombre. Tampoco quiere fotos, ni siquiera de espaldas; así que hoy se llamará Rodrigo.


Lee desde un libro electrónico La piel de Zapa de Balzac: "Empecé a leer ahí porque llegó un momento en que el libro convencional era imposible. Podía tardar varios meses en leer cien páginas". Es consciente de que su confesión provoca extrañeza y lo aclara (más bien lo describe): "Al tiempo que pasaba una página tenía que imaginar que mi cara se convertía en la cara de tres personas de un tipo muy concreto, además pensaba en la voz de una de esas personas recitando un nombre y dos apellidos mientras de nuevo, yo lo visualizaba. Así de demencial, así con cada hoja".












Un temor tan absurdo como riguroso

 "Lo peor, cuando entiendes el trastorno, es saber que lo has creado tú; no es nada externo, no tienes TOC por algo que comas o porque alguien te lo inocule. Tú mismo te torturas utilizando el mecanismo demoníaco que has inventado. Tú lo creas y él te destruye. [...] He leído sobre compulsiones rarísimas como las dietas cromáticas(comer alimentos de un olor determinado cada día de la semana) y he visto a gente totalmente destruida por pensar constantemente que en cualquier momento le va a dar un infarto, o que habrá un atentado, o que si no repite 'mayo' cada vez que pisa con el pie derecho un escalón, suspenderá los exámenes. [...] Desde fuera sabes que tú no podrías nunca obsesionarte con eso, pero también sabes que son cosas tan absurdas como las que te atormentan a ti, y sin embargo lo tuyo te está destrozando igual".

"Un cuarto de hora para ponerme una camisa o atarme los cordones", cuenta Rodrigo—; por eso se sienten mal cuando los hacen, porque el consuelo es cada vez menos gratificante y la espiral más profunda: "Llega un momento —admite— en que te da miedo hacer cualquier cosa. Te da miedo pensar porque sabes que vas a caer, que ponerte los calcetines o recordar el momento en el que los has sacado del cajón te va a atormentar sin remedio, y vas a tener que hacer los rituales y malgastar un tiempo impresionante".






Incompatible con la cotidianeidad

El estigma social pesa y el desconocimiento sobre esta alteración lanza a sus víctimas a ocultarlo por todos los medios. 

Rodrigo lo confirma: "Es como hacer funambulismo. El TOC viene y tienes que aliviarte, pero no estás en casa donde nadie te ve, como en trance, hacer las mil gilipolleces necesarias para evitar que haber pensado en la cara de un compañero de clase de la infancia que sacaba malas notas, acabe haciendo que te conviertas en él. [...] Mantener el equilibrio es muy difícil —prosigue—. Lo que yo hacía es ir al baño a hacer los rituales, como un adicto a la heroína que se esconde para pinchársela. Pero hay que tener en cuenta que si no te quedas a gusto tienes que volver y que si tardas mucho los demás van a notar que pasa algo".



"¿Ya está?", pregunta cuando acaba la entrevista. Sigue atusándose el mechón que durante la conversación se ha colocado varias decenas de veces. Insiste en algo que comentó al poco de empezar a hablar: "Ahora estoy bastante bien, pero todavía siento que el TOC existe a través de mí, o que si tengo una parcelita en la que ahora me muevo sin ansiedad, es porque él me la ha dejado. Aún es quien lo controla todo". Y dice "quien" porque su sensación es la de no tener ninguna autoridad sobre lo que le ocurre, como una adaptación todavía más pérfida del Doctor Jekyll y mister Hyde.

Se le nota aliviado, acaba de relatar su secreto más personal. Ha liberado parte del lastre sobre el que gira toda su vida, y por una vez sin tener que hacer ningún ritual.



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